¿Quieres
ser mi novia?
Por
Pbro. Lic. Alejandro de J. Álvarez Gallegos
El
noviazgo, entendido como preparación al matrimonio, resalta la importancia que
tiene este proceso de conocimiento, amor y fidelidad para llegar a la decisión
de la unión conyugal, estable y duradera. El noviazgo es, en efecto, una
experiencia de amistad, encaminada hacia la expresión más plena y profunda de
amor y de unidad entre el varón y la mujer y hacia la fundación de un nuevo hogar.
Durante el noviazgo, se da el
atractivo natural del varón y la mujer, dando oportunidad de que crezcan los
lazos afectivos y las experiencias comunes. Por eso, el noviazgo es considerado
como una etapa de conocimiento mutuo, de intercambio de ideas, sentimientos y
aspiraciones.
Cuando va creciendo el atractivo y
se da un mayor trato, se habla de enamoramiento, que desde luego, cuando
se trata de varón y mujer libres de otros lazos afectivos de la misma calidad,
resulta ordinariamente natural, honesto y válido cultivar tal afecto y relación
de amistad.
Es necesario que durante el
noviazgo, se dé el diálogo sincero, detenido y respetuoso, ya que tal
preparación requiere de una comunicación de personas, lo cual ayudará a
sostener la unidad y el amor en la vida ordinaria, e incluso en las
adversidades.
Como consecuencia del noviazgo, que hace crecer la amistad, aumenta
también el anhelo de intimidad y cariño. Por eso, esta preparación para el amor
conyugal requiere de un período más o menos largo para conocerse bien y dar
lugar a la aceptación mutua, que garantiza el amor conyugal y familiar.
En el noviazgo, como en toda realidad asumida con sabiduría y
prudencia, hay que vivir la alegría
de saber esperar. La confianza y amistad han de ir creciendo más y
más; pero no debe caerse en abusos, falsas promesas y expresiones
superficiales, que harían disminuir o deformarían totalmente el verdadero amor
y fidelidad de los candidatos a fundar una familia.
Las expresiones de afecto y cariño, como los besos y abrazos, han de
ser considerados comúnmente como naturales, incluso convenientes, siempre y
cuando se realicen con moderación y respeto mutuo. No hay que olvidar que, en
cualquier ambiente, las palabras que se intercambien, los regalos y el tiempo
que comparten juntos, fortalece enormemente el amor de la pareja.
Hay que advertir el grave peligro de la sensualidad, que puede propiciar el deseo desordenado de un
mayor trato de estimulación sensible, que encamina hacia el uso indebido de la
genitalidad. Respecto a la sexualidad, cabe decir que los novios deben tratarse
como hermano y hermana, como amigo y amiga, quienes cada día más se amen y
respeten.
Las relaciones sexuales
prematrimoniales -incluyendo todo acto preparatorio o
propio del acto conyugal- representan un grave desorden afectivo y moral,
puesto que se trata de una fornicación,
aunque se realice en la preparación próxima a la celebración del sacramento del
matrimonio, incluso con el contrato civil ya realizado previamente.
En tales relaciones sexuales durante el noviazgo se pretende hacer uso
de un derecho exclusivo del matrimonio, sin que hayan aceptado todos los
deberes. Se habla de que puede existir amor y confianza como justificación de
estas relaciones previas al compromiso definitivo, pero en realidad se trata de
un interés egoísta, que busca una satisfacción placentera e ilusa; además, en
lugar de que aumente la confianza, por tal abuso, se despierta la mutua duda de
como será la reacción del otro frente a una situación de placer sin compromiso.
El uso del sexo es algo natural, noble, que dignifica y santifica a la
pareja -varón y mujer- en la vida matrimonial. Por eso, la relación conyugal
requiere compromiso, estabilidad y apertura a la prole. Cualquier otra forma es
indebida y engañosa. El noviazgo bien llevado conduce a una vida matrimonial y
familiar que perdura y se fortalece en el amor.
A su tiempo, el
noviazgo culminará con la toma de decisión: casarse o cada uno seguirá su
rumbo. El noviazgo es así el medio imprescindible para descubrir y cultivar la vocación al estilo de vida conyugal. Cuando se cuenta con
tiempo para dialogar, hacer planes juntos y demostrarse aprecio mutuo, se
fomenta la fidelidad a Dios y al futuro cónyuge.
Al decidir, no se ha de seguir un
simple gusto o capricho, o algún sentimiento fruto de un simple “atractivo”
incontrolable -que después puede desaparecer o disminuir-, sino descubrir la
llamada de Dios hacia una unión estable y duradera.
La prisa por casarse, el
sentimentalismo, la presión hecha de algún modo, la falta de cumplimiento a la
palabra dada, algún vicio no superado, la agresividad, entre otras causas, dan
lugar a la infeliz ruptura de la unión conyugal, a veces desde los primeros
años del matrimonio. Por eso para esta decisión, durante el noviazgo, no hay que
hacer a un lado a Dios ni absolutizar un sentimiento, sino razonar, esperar y
orar.
Aunque los padres no deben oponerse
a la sensata y libre decisión de sus hijos cuando se preparan al matrimonio,
éstos deberán siempre escuchar con atención y respeto los consejos de sus padres, quienes
ordinariamente los conocen bien y se dan cuenta de lo que realmente les
conviene. La vocación exige una respuesta eminentemente personal, pero requiere
también de los elementos comunitarios, sobre todo porque se trata de fundar una
nueva iglesia doméstica e integrarse a la comunidad eclesial.
“Muchas veces a los novios y a los
casados les invita la palabra divina a que alimente y fomenten el noviazgo con
un casto afecto, y el matrimonio con un amor único. Hay que formar a los
jóvenes, a tiempo y convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio
del amor conyugal, y estos preferentemente en el seno de la misma familia. Así,
educados en el cultivo de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de
un honesto noviazgo al matrimonio”[1].
En nuestros días es más necesaria
que nunca la preparación de los jóvenes al matrimonio y a la vida familiar. En
algunos países siguen siendo las familias mismas las que, según antiguas
usanzas, transmiten a los jóvenes los valores relativos a la vida matrimonial y
familiar, mediante una progresiva obra de educación o iniciación. Pero los
cambios que han sobrevenido en casi todas las sociedades modernas exigen que no
sólo la familia, sino también la sociedad y la Iglesia se comprometan en
el esfuerzo de preparar convenientemente a los jóvenes para las
responsabilidades de su futuro.
Muchos
fenómenos negativos que se lamentan hoy en la vida familiar derivan del hecho
de que, en la nuevas situaciones, los jóvenes no sólo pierden de vista la justa
jerarquía de valores, sino que, al no poseer ya criterios seguros de
comportamiento, no saben como afrontar y resolver las nuevas dificultades. La
experiencia enseña, en cambio, que los jóvenes bien preparados para la vida
familiar, en general, van mejor que los demás. Esto vale más aún para el
matrimonio cristiano, cuyo influjo se extiende sobre la santidad de tantos
hombres y mujeres.
Por
esto, como Iglesia debemos promover programas mejores y más intensos de
preparación al matrimonio, y más aún para favorecer positivamente el nacimiento
y maduración de matrimonios logrados. La preparación al matrimonio ha de ser
vista y actuada como un proceso gradual y continuo”[2].