domingo, 4 de marzo de 2012

¿Quieres ser mi novia?


¿Quieres ser mi novia?

Por Pbro. Lic. Alejandro de J. Álvarez Gallegos

El noviazgo, entendido como preparación al matrimonio, resalta la importancia que tiene este proceso de conocimiento, amor y fidelidad para llegar a la decisión de la unión conyugal, estable y duradera. El noviazgo es, en efecto, una experiencia de amistad, encaminada hacia la expresión más plena y profunda de amor y de unidad entre el varón y la mujer y hacia la fundación de un nuevo hogar.
            Durante el noviazgo, se da el atractivo natural del varón y la mujer, dando oportunidad de que crezcan los lazos afectivos y las experiencias comunes. Por eso, el noviazgo es considerado como una etapa de conocimiento mutuo, de intercambio de ideas, sentimientos y aspiraciones.
            Cuando va creciendo el atractivo y se da un mayor trato, se habla de enamoramiento, que desde luego, cuando se trata de varón y mujer libres de otros lazos afectivos de la misma calidad, resulta ordinariamente natural, honesto y válido cultivar tal afecto y relación de amistad.
            Es necesario que durante el noviazgo, se dé el diálogo sincero, detenido y respetuoso, ya que tal preparación requiere de una comunicación de personas, lo cual ayudará a sostener la unidad y el amor en la vida ordinaria, e incluso en las adversidades.
Como consecuencia del noviazgo, que hace crecer la amistad, aumenta también el anhelo de intimidad y cariño. Por eso, esta preparación para el amor conyugal requiere de un período más o menos largo para conocerse bien y dar lugar a la aceptación mutua, que garantiza el amor conyugal y familiar. 
En el noviazgo, como en toda realidad asumida con sabiduría y prudencia, hay que vivir la alegría de saber esperar. La confianza y amistad han de ir creciendo más y más; pero no debe caerse en abusos, falsas promesas y expresiones superficiales, que harían disminuir o deformarían totalmente el verdadero amor y fidelidad de los candidatos a fundar una familia.
Las expresiones de afecto y cariño, como los besos y abrazos, han de ser considerados comúnmente como naturales, incluso convenientes, siempre y cuando se realicen con moderación y respeto mutuo. No hay que olvidar que, en cualquier ambiente, las palabras que se intercambien, los regalos y el tiempo que comparten juntos, fortalece enormemente el amor de la pareja.
Hay que advertir el grave peligro de la sensualidad, que puede propiciar el deseo desordenado de un mayor trato de estimulación sensible, que encamina hacia el uso indebido de la genitalidad. Respecto a la sexualidad, cabe decir que los novios deben tratarse como hermano y hermana, como amigo y amiga, quienes cada día más se amen y respeten.
Las relaciones sexuales prematrimoniales -incluyendo todo acto preparatorio o propio del acto conyugal- representan un grave desorden afectivo y moral, puesto que se trata de una fornicación, aunque se realice en la preparación próxima a la celebración del sacramento del matrimonio, incluso con el contrato civil ya realizado previamente.
En tales relaciones sexuales durante el noviazgo se pretende hacer uso de un derecho exclusivo del matrimonio, sin que hayan aceptado todos los deberes. Se habla de que puede existir amor y confianza como justificación de estas relaciones previas al compromiso definitivo, pero en realidad se trata de un interés egoísta, que busca una satisfacción placentera e ilusa; además, en lugar de que aumente la confianza, por tal abuso, se despierta la mutua duda de como será la reacción del otro frente a una situación de placer sin compromiso.
El uso del sexo es algo natural, noble, que dignifica y santifica a la pareja -varón y mujer- en la vida matrimonial. Por eso, la relación conyugal requiere compromiso, estabilidad y apertura a la prole. Cualquier otra forma es indebida y engañosa. El noviazgo bien llevado conduce a una vida matrimonial y familiar que perdura y se fortalece en el amor.
A su tiempo, el noviazgo culminará con la toma de decisión: casarse o cada uno seguirá su rumbo. El noviazgo es así el medio imprescindible para descubrir y cultivar la vocación al estilo de vida conyugal. Cuando se cuenta con tiempo para dialogar, hacer planes juntos y demostrarse aprecio mutuo, se fomenta la fidelidad a Dios y al futuro cónyuge.
            Al decidir, no se ha de seguir un simple gusto o capricho, o algún sentimiento fruto de un simple “atractivo” incontrolable -que después puede desaparecer o disminuir-, sino descubrir la llamada de Dios hacia una unión estable y duradera.
            La prisa por casarse, el sentimentalismo, la presión hecha de algún modo, la falta de cumplimiento a la palabra dada, algún vicio no superado, la agresividad, entre otras causas, dan lugar a la infeliz ruptura de la unión conyugal, a veces desde los primeros años del matrimonio. Por eso para esta decisión, durante el noviazgo, no hay que hacer a un lado a Dios ni absolutizar un sentimiento, sino razonar, esperar y orar.
            Aunque los padres no deben oponerse a la sensata y libre decisión de sus hijos cuando se preparan al matrimonio, éstos deberán siempre escuchar con atención y respeto los consejos de sus padres, quienes ordinariamente los conocen bien y se dan cuenta de lo que realmente les conviene. La vocación exige una respuesta eminentemente personal, pero requiere también de los elementos comunitarios, sobre todo porque se trata de fundar una nueva iglesia doméstica e integrarse a la comunidad eclesial.
            “Muchas veces a los novios y a los casados les invita la palabra divina a que alimente y fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el matrimonio con un amor único. Hay que formar a los jóvenes, a tiempo y convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio del amor conyugal, y estos preferentemente en el seno de la misma familia. Así, educados en el cultivo de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo al matrimonio[1].
            En nuestros días es más necesaria que nunca la preparación de los jóvenes al matrimonio y a la vida familiar. En algunos países siguen siendo las familias mismas las que, según antiguas usanzas, transmiten a los jóvenes los valores relativos a la vida matrimonial y familiar, mediante una progresiva obra de educación o iniciación. Pero los cambios que han sobrevenido en casi todas las sociedades modernas exigen que no sólo la familia, sino también la sociedad y la Iglesia se comprometan en el esfuerzo de preparar convenientemente a los jóvenes para las responsabilidades de su futuro.

Muchos fenómenos negativos que se lamentan hoy en la vida familiar derivan del hecho de que, en la nuevas situaciones, los jóvenes no sólo pierden de vista la justa jerarquía de valores, sino que, al no poseer ya criterios seguros de comportamiento, no saben como afrontar y resolver las nuevas dificultades. La experiencia enseña, en cambio, que los jóvenes bien preparados para la vida familiar, en general, van mejor que los demás. Esto vale más aún para el matrimonio cristiano, cuyo influjo se extiende sobre la santidad de tantos hombres y mujeres.

Por esto, como Iglesia debemos promover programas mejores y más intensos de preparación al matrimonio, y más aún para favorecer positivamente el nacimiento y maduración de matrimonios logrados. La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada como un proceso gradual y continuo”[2].


[1] CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, n 49.
[2] JUAN PABLO II, Exhortación Familiaris consortio, Roma 22 nov 1981, n 66.

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